La solidaridad es una cualidad que únicamente aflora en el ser humano en casos de extrema necesidad. Sólo ante las grandes catástrofes somos capaces de dejar de mirarnos el ombligo y volcarnos en auxiliar al prójimo. Un ejemplo práctico de esta teoría es la catástrofe de México, del pasado 19 de septiembre, donde faltaban manos, recursos y esperanzas, pero donde también los supervivientes mostraron su completa entrega.
El país latino se sumió en un caos tras la sacudida del terremoto de magnitud 7.1 en la escala Richter, precisamente en la efeméride de otro devastador sismo de 1985, el resultado, víctimas mortales, centenares de heridos y casas destrozadas. Sin energía eléctrica y con los equipos de seguridad sumidos en las labores de rescate fueron muchos los voluntarios que tomaron la iniciativa de regular el tráfico.
Las avenidas atestadas de vehículos impedían la circulación de los servicios de emergencia, los cuales llegaban tarde a las urgencias –que eran demasiadas–, pues las carreteras estaban paralizadas. Ante este colapso resultó imprescindible la ayuda de los ciudadanos que decidieron controlar el tránsito ya que, además del caos, los semáforos quedaron sin funcionamiento por la falta del suministro eléctrico.
De esta manera, asumiendo ellos las labores de guardias de tráfico, permitían también que los policías de la zona pudieran ayudar a otros heridos y colaborar en las tareas de rescate. A su vez, también desempeñaron la labor de transportistas, empleando sus propios coches para trasladar heridos hasta los hospitales y centros médicos.
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